Por el espinazo del dragón.

Hacía muchos años que el gran saurio dormía plácido. Su cola enroscada se alargaba más allá de las tierras llanas, habitadas en su mayoría por gentes que ignoraban su presencia. Como tres insignificantes insectos, con mimo de no despertarlo, comenzamos a subir por su peludo espinazo, aprovechando heridas y arañazos mal cicatrizados, por furiosas riadas en sus costados, rodadas certeras y sendas abiertas por caminantes sensibles a su encanto.

El día era sincero, honesto, fresco en la sombra, caluroso a pecho descubierto, limpio de viento, bendito por la tormenta en la noche caída, que dejó los caminos más suaves que blandos, como un regalo que no fuera nuestro. Exultantes plantas en celo salían a nuestro encuentro para polinizarse unas con otras al roce de nuestro cuerpo, provocando una nebulosa orgásmica de polen en suspenso, que el viento, el azar y siglos de genético acierto, garantizaban su alumbramiento. Y así, trepando por sus crines de rodeno, con nuestras manos blandas y duras piernas del esfuerzo, callamos al llegar a la cima de su pecho, por si algún latido profundo nos regalaba su corazón de hierro.

Dicen que hace años duerme petrificado, en silencioso desierto, vigilando los mares, las playas  y los puertos, pero extrañados quedamos y apesadumbrados, al ver en su virgen cabeza, maraña de cables, torres de antenas y motores abiertos... y en su cálida nuca, una cruel estocada cruzada de blanco cemento, como un feroz descabello ofrecido a un desorientado e inocente cielo.
Lo habían muerto.



Existen placeres gratuitos que comienzan en la misma puerta de casa, no cuestan dinero pero no tienen precio, compartirlos con amigos los hacen fáciles de realizar y muy difíciles de explicar.





Las migajas de ese placer, aquí.